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sábado, 16 de noviembre de 2013

Carta de León Degrelle dirigida al Papa Juan Pablo II con respecto al Tema del Holocausto

Carta de León Degrelle dirigida al Papa Juan Pablo II con respecto al Tema del Holocausto          
  León Degrelle, General de la Waffen-SS, portador de la Cruz de Caballero de Hierro con hojas de roble, así como también infinidad de condecoraciones por su gran valor en los combates cuerpo a cuerpo en el Frente del Este. Comandante de la División No. 28 “Wallonie”, de la Waffen SS.
La Revista “CEDADE”, número 161 de junio de 1988, publicó una carta del General Degrelle, dirigida al Papa, en la cual ponía en duda el “Holocausto”. Esta carta fue traducida a varios idiomas y difundida cientos de miles de veces en todo el mundo. Nuestros medios de comunicación, sin embargo, han acallado este escrito.
PERSECUCIÓN: León Degrelle fue sentenciado a la muerte, en su ausencia, por ser jefe del movimiento Rexista en Bélgica y por supuesta “colaboración”. Degrelle, desde finales de la guerra, vive exiliado en España, donde continúa infatigablemente su lucha por la Verdad y la Justicia.
Transcribimos aquí en forma completa, la carta del Gral. León Degrelle, dirigida al Papa Juan Pablo II:

            A SU SANTIDAD EL PAPA JUAN PABLO II
CIUDAD DEL VATICANO
Muy Santo Padre:
Soy León Degrelle, el Jefe máximo belga antes y durante la Segunda Guerra Mundial, el Comandante de los voluntarios belgas del Frente del Este, luchando en la 28ª División de la Waffen SS “Wallonie”. Ciertamente esto no es una recomendación a los ojos de la gente. Pero yo soy católico como usted y me creo por este hecho autorizado a escribiros, como a un hermano en la fe.
He aquí de qué se trata: la prensa anuncia que con motivo de vuestro próximo viaje a Polonia entre el 2 y el 12 de junio de 1979, S.S. (Su Santidad) va a celebrar la misa con todos los obispos polacos en el antiguo campo de concentración de Auschwitz. Yo encuentro, os lo digo de antemano, muy edificante que se rece por los muertos, sean cuales sean y donde sea, incuso delante de unos honor crematorios flamantes, de ladrillos refractarios inmaculados.
Pero me asaltan ciertas aprensiones, a pesar de todo.
S.S. es polaco. Esta condición aparece sin cesar, y es humano en vuestro comportamiento pontificial. Si os impresionan viejos resentimientos de patriota que participó de lleno en su juventud en un duro conflicto bélico, podríais estar tentado de tomar partido una vez hecho Papa, en disputas temporales que la historia no ha esclarecido aún suficientemente.
¿Cuáles fueron las responsabilidades exactas de los diversos beligerantes en el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial? ¿Cuál fue el papel de ciertos provocadores? Vuestro presidente del Consejo de Ministros, el Coronel Beck, que todo el mundo sabe que era un personaje bastante sospechoso, ¿se comportó acaso en 1939 con toda la ponderación deseada? ¿No rechazó con demasiada soberbia ciertas posibilidades sin entendimiento?
¿Y después? ¿La guerra fue verdaderamente tal como se ha dicho? ¿Cuáles fueron las fallas, e incluso los crímenes de unos y de otros? ¿Se han sopesado siempre con objetividad las intenciones? ¿No se ha desvirtuado a la ligera o con mala fe, porque la propaganda la reclamaba, la doctrina del adversario atribuyéndole unos proyectos y endosándole unos actos cuya realidad puede estar sujeta a numerosas dudas?
A pesar de que la iglesia siempre está mucho mejor informada que nadie, a través de dos mil años de circunspección ha evitado siempre las posturas precipitadas, y ha preferido juzgar siempre sobre hechos probados, con calma, después de que el tiempo ha separado el grano de la cizaña, los furores y las pasiones. La Iglesia siempre se distinguió especialmente por una moderación extrema a lo largo de la Segunda Guerra Mundial. Siempre se guardó cuidadosamente de propagar locas elucubraciones que corrían entonces. Muy Santo Padre, sobre vuestro suelo patrio –en Auschwitz particularmente-, afectado quizás por ciertas visiones incompletas del pasado, ¿va usted simplemente a rezar…?
Temo sobre todo, que vuestros rezos, e incluso vuestra simple presencia en esos, lugares, sean inmediatamente desvirtuados de su sentido profundo, y sean utilizados por propagandistas sin escrúpulos, que los usarán, escudándose en vos, para las compañas de odio a base de falsedades que emponzoñaban todo el asunto en Auschwitz desde hace más de un cuarto de siglo.
Sí, falsedades.
Después de 1945 –abusando de la psicosis colectiva que a base de habladurías incontroladas había transformado a numerosos deportados de la Segunda Guerra Mundial- la leyenda de las exterminaciones masivas de Auschwitz ha alcanzado al mundo entero.
Se han repetido en millares de libros incontables mentiras, con una rabia cada vez más obstinada. Se las ha reeditado en colores, en películas apocalípticas que flagelan furiosamente no sólo la verdad y la verosimilitud, sino incluso el buen sentido la aritmética más elemental, y hasta los mismos hechos.
Usted, Muy Santo Padre, fue, según se dice, un resistente a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, con los riesgos físicos que comporta un combate contrario a las leyes internacionales. Ciertas personas añaden que usted estuvo internado en Auschwitz; como , tantos otros, usted ha salido de allí, ya que usted es actualmente Papa, un Papa que con toda evidencia, no huele demasiado al famoso gas Zyclon B. Su Santidad, que ha vivido en estos lugares, debe saber mejor que cualquier otro, que esos gaseamientos masivos de millones de personas nunca fueron en realidad. S.S., como testigo de excepción, ¿ha visto personalmente efectuar una sola de estas grandes masacres colectivas repetidas una y otra vez por propagandistas sectarios?...
Claro que sufrió en Auschwitz. En otras partes también. Todas las guerras son crueles. Los centenares de miles de mujeres y niños atrozmente carbonizados por orden directa de los Jefes de Estado aliados, en Dresde, Hamburgo, Hiroshima y Nagasaki, tuvieron unos padecimientos políticos mucho más horribles que los sufridos por los deportados políticos o los resistentes (entre ambos el 25% de la población total de los campos), objetores de la conciencia, anormales sexuales o criminales de derecho común (7% de la población concentrada) que padecían, y a veces morían en los campos de concentración del III Reich.
El agotamiento les devoraba. El hundimiento moral eliminaba las fuerzas de resistencia de las almas menos templadas. Las crueldades de ciertos guardianes desnaturalizados alemanes, y más a menudo no alemanes, de los “kapos” y otros deportados convertidos en verdugos de sus compañeros, se sumaban a la amargura de una promiscuidad multitudinaria. Cabe pensar que en algún campo hubiese algún chiflado que procediera con experiencias de muerte inéditas o fantasmas monstruosos en torturas o asesinatos.
Sin embargo el calbario de la mayor parte de los exiliados habría terminado felizmente el día tan esperado del inicio de la paz, si no se hubiera abatido sobre ellos a lo largo de las últimas semanas la catástrofe de epidemias exterminadoras, ampliadas aún más por los fabulosos bombardeos que destrozaban las líneas de ferrocarril y las carreteras, y enviaban a pique los barcos cargados de presos como ocurrió en Lübeck. Estas operaciones aéreas masivas destruían las redes eléctricas, los conductos y depósitos de agua, cortaban todo abastecimiento, imponían por doquier el hambre, hacían imposible todo transporte de evacuados. Las dos terceras partes de deportados muertos a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, perecieron entonces víctimas del tifus, de la disentería, de hambre, de las esperas interminables sobre las trituradas vías de comunicación. Las cifras oficiales lo establecen. En Dachau, por ejemplo, según las mismas estadísticas del Comité Internacional, murieron en enero de 1944, 54 deportados; en febrero de 1944: 101; pero en el mes de enero de 1945 murieron 2,888, y en febrero de 1945 murieron 3,977. Sobre el total de 35,613eportados muertos en este campo de 1949 a 1945, 19,296 fallecieron durante los últimos 7 meses de hostilidades; y queda demostrado que el terrorismo aéreo aliado no tenía ya ninguna utilidad militar, pues la victoria de los aliados al principio de 1945, ya estaba totalmente asegurada. Y por tanto ya no era necesario de ningún modo, dicho terrorismo aéreo aliado.
Sin esta loca y brutal trituración a ciegas, millares de internados hubiesen sobrevivido en lugar de convertirse .entre abril y mayo de 1945- en macabros objetos de exposición alrededor delos cuales bullían manadas de negrófilos de la prensa y del cine, ávidos de fotos y películas con ángulos y vistas sensacionalistas y de un rendimiento comercial asegurado. Unos documentos visuales, cuidadosa y previamente retocados, sobrecargados, deformados, y generadores de crecientes odios.
Estos correveidiles de la información hubiesen podido también tomar kilómetros de fotografías similares de cadáveres de mujeres y niños alemanes, cien veces más numerosos, muertos exactamente de la misma manera: de hambre, de frío o ametrallados sobre los mismos helados vagones al descubierto, y sobre los mismos caminos ensangrentados. Pero esas fotos, igual que las de la inmensa exterminación de las ciudades alemanas que nos descubrirían seiscientos mil cadáveres, ¡ya se guardarían bien de darlas a conocer! Hubiesen podido turbar los ánimos, y sobre todo, templar los odios. Y la verdad es que el tifus, la disentería, el hambre, los continuos ametrallamientos aéreos, golpeaban indistintamente en 1945, tanto a los deportados extranjeros como a la población civil del Reich, todos atrapados por unas abominaciones propias del fin del mundo.
Por lo demás, Muy Santo Padre, en lo que se refiere a una voluntad formal de genocidio, ningún documento ha podido aportar le menor prueba oficial de ello, desde hace más de 30 años. Más especialmente, en lo que concierte a la pretendida cremación en Auschwitz de millones de judíos en fantasmales cámaras de gas de Zyclon B, las afirmaciones lanzadas y constantemente repetidas desde hace tantos años en una fabulosa campaña, no resisten un examen científico serio.
Es descabellado imaginar, y sobre todo, pretender que se hubieran podido gasear en Auschwitz 24,000 personas por día, en grupos de 3,000, en una sala de 400 m. cúbicos, y menos aún a 700 u 800 en unos locales de 25 m. cuadrados de 1,90 metros de altura, como se ha pretendido a propósito del campo de Belzec: 25 metros cuadrados, o lo que es lo mismo, la superficie de un dormitorio. Usted, Santo Padre, ¿lograría meter 700 u 800 personas en vuestro dormitorio?
Y 700 u 800 personas en 20 metros cuadrados, esto hace 30 personas por cada metro cuadrado. Un metro cuadrado con 1.90 metros de altura, ¡es una cabina telefónica! ¿Su Santidad sería capaz de apilar a 30 personas en una cabina telefónica de la Plaza San Pedro o del Gran Seminario de Varsovia? ¿O en una simple ducha?
Pero si el milagro de los 30 cuerpos plantados como espárragos en una cabina telefónica o el de las 800 personas apiñadas alrededor de vuestra cama se hubiese realizado, un segundo milagro tenía que haberse producido inmediatamente, pues las 3,000 personas ¡el equivalente de dos regimientos! –hacinadas tan fantásticamente en la habitación de Auschwitz, o las 700 u 800 personas apretujadas en Belzec a razón de 30 ocupantes por metro cuadrado, ¡habrían perecido casi al instante, asfixiadas por carencia de oxígeno! ¡No hubieran hecho falta las cámaras de gas! Todos habrían dejado de respirar, incluso antes de que hubiese terminado de hacinar los últimos, que se cerrasen las puertas y se esparciera el gas por la sala. ¿Y cómo se hacía esto último? ¿Por unas hendiduras¡ ¿Por unos agujeros? ¿Por una chimenea? ¿Bajo forma de aire caliente? ¿Con vapor? ¿Vertiéndolo sobre el suelo? ¡Cada uno cuenta lo contrario del otro! El Zyclon B, no alcanzado más que a cadáveres, ¡no hubiese representado la menor utilidad!
De todas maneras, el Zyclon B es, como toda persona interesada en la ciencia puede saber, un gas de empleo peligroso, inflamable y adherente. Hubiesen sido necesarias, e incluso indispensables, veintiuna horas de espera antes de poder retirar el primer cuerpo de la fantástica sala.
Sólo después se hubieran podido extraer, como se han complacido en contárnoslo con miles de detalles escabrosos, todos los dientes de oro, todas las fundas de plomo en las que escondían, se dice, diamantes, de cada lote de seis mil mandíbulas rígidas ¡tres mil personas!-, contraídas tras la muerte, o de 48,000 mandíbulas diarias si se creen las cifras oficiales de 24,000 gaseados cotidianos solamente en Auschwitz.
Muy Santo Padre, por muy santo que sea Su Santidad, usted tendrá que soportar al dentista alguna vez, ¡con más o menos resignación! ¿Os han extraído un diente? ¿Dos dientes? ¿Se os ha instalado en una silla de dentista con potentes enfocados sobre las mandíbulas, con útiles perfeccionados y con un paciente que se presta a sus prescripciones? Pues bien, la extracción en unas óptimas condiciones, tarda su tiempo. ¿Un cuarto de hora? ¿Media Hora? En Auschwitz, según las leyendas, a los cadáveres que yacían en el suelo era necesario abrirles, con muchas dificultades, las mandíbulas endurecidas, descontraerlas y tratarlas mediante instrumental necesariamente primitivo. Con ocho operadores en total: es la cifra oficial. Y después tenían que examinarlos sin luz apropiada, a ras del cemento, y no solamente un punto enfermo de la dentadura… ¡sino las dos mandíbulas enteras! ¡Arrancar, vaciar, limpiar! ¿Puede hacerse esto en menos tiempo que en casa del especialista, perfectamente equipado?
Dígnese Su Santidad coger un lápiz. A razón de un cuarto de hora por dentadura y con ocho individuos a pleno rendimiento en la operación, se podría llegar a 16 cadáveres tratados por hora, es decir 160 en una jornada de 10 horas sin un minuto de descanso… Piense Su Santidad incluso en una estajanovista de las dentaduras, y doble ritmo de las extracciones, lo que es además materialmente imposible, esto supondría 320. Entonces, Muy Santo Padre, ¿cómo imaginar cremaciones de 3,000 judíos de una sola vez? ¿Y las jornadas de 24,000 gaseados con Zyclon B, que representarían 48,000 dentaduras para vaciar, o sea más de 760,000 de dientes a examinar diariamente? Ateniéndose simplemente a lose seis millones de judíos muertos –algunos han doblado y triplicado la cifra que la propaganda machaca continuamente en nuestros oídos-, estos extractores de mandíbulas hubiesen seguido, unos años después de la guerra, en plena actividad. Estas extracciones, solamente estas extracciones, en diez horas de labor ininterrumpida, ¡hubiesen absorbido un trabajo de 1,875 jornadas de todo el equipo de 8 individuos!
Pero además, estas extracciones sólo eran una formalidad preliminar. Hacía falta también rapar millones de cabelleras. Después, antes de pasar los cadáveres al horno, se procedía –según lo que todos los “historiadores” de Auschwitz afirman excátedra- el examen de todos los anos y todas las matrices, de cuyo fondo se traba de recuperar los diamantes y las “joyas” que hubieran podido ser escondidas. ¿Se imagina usted esto Muy Santo Padre? ¡Seis Millones de anos, tres o cuatro millones de matrices limpiados a fondo, cuando se nos ha explicado que después de los gaseamientos masivos, los cuerpos chorreaban excrementos, sangre femenina y otras inmundicias! En estos órganos sucios, los dedos, las manos de los operadores debían revolverlo todo, descubrir los supuestos diamantes escondidos, extraerlos pegajosos, lavarlos, lavarle ellos, 24,000 veces por día (los anos), 15 ó 20,000 veces por día (las matrices) ¡Es una locura! ¡Todo esto es de locos! Y no hablemos de las actividades complementarias: fábricas de abonos y fábricas de jabones, de las cuales el delirante profesor Poliakov habla sin pestañear.
Estas operaciones de gaseamiento, de corte de pelo, de extracción de dientes, de limpieza de órganos, realizadas sobre seis millones de judíos, o siete millones, o sobre quince millones según el Padre Riquet, o sobre viene millones –¡es decir más que los judíos existentes entonces en el mundo entero!- según el diccionario Larousse, ¡seguirían todavía si se admitieran como exactas las afirmaciones “oficiales” de los manipuladores de la “historia” de Auschwitz! ¡Entonces sí que tendría Ud., Muy Santo Padre, que taparse la nariz cerca de las cámaras de gas, y transpirar calor de hornos de Auschwitz, en el transcurso de su misa concelebrada!
Si se hubiese multiplicado el número de cadáveres reales y normales por diez o por veinte, la estada de los muertos hubiese podido conservar un cierto aspecto de verosimilitud. Pero al igual que hemos visto en el caso del gaseamiento de 700 a 800 personas por dormitorio, al mentir demasiado se llega a lo grotesco. Era precisa la insondable y apenas imaginable estupidez de las masas para que semejantes extravagancias hayan podido ser inventadas, contadas, filmadas, difundidas a los cuatro vientos y CREIDAS.
¡”Yo creo –declara bravamente un personaje del Holocausto- todo lo que se cuenta sobre ello”!
¡Declaración ejemplar!
Entonces, Muy Santo Padre, ¿cómo imaginar un instante que en Auschwitz, en la hora de la concelebración, mientras que todos los corazones estrechados por el amor de Dios y de los hombres van a participar en la renovación del sacrificio, un sacerdote, un Papa, podría en el momento en que levanta el cáliz al cielo, ser consciente de que está encubriendo bajo su palio un despliegue de un odio tan bestial y de unas mentiras tan extravagantes que están en el extremo opuesto de la patética enseñanza de Cristo? ¡No! ¡Por supuesto que no! ¡No es posible! Vuestro mensaje a cien pasos de la falsa cámara de gas de Auschwitz no puede ser más que un mensaje de caridad, de fraternidad, igualmente de la verdad, sin la cual toda la doctrina se hunde. Usted va a Auschwitz para recogeros, emocionado, en uno de los altos lugares del sufrimiento humano cuyas causas y cuyos responsables serán juzgados verdaderamente, objetivamente, con el tiempo, por una Historia serena, y no recurriendo a testimonios obtenidos por la fuerza y a unas divagaciones farsantes.
El Papa está por encima de todo esto.
Está a lado de las almas que sufrieron, de las que en el sufrimiento, se elevaron espiritualmente, pues no existe pena, ni calvario, ni agonía que no pueda llegar a ser sublime. Por ejemplo, en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial en que tantos millones de solados cayeron tras horribles sufrimientos, e igualmente en los campos de trabajo en que tantos murieron víctimas de intereses que no entendían pero que los aniquilaban; el sacrificio, el dolor físico y moral, la terrible angustia convirtieron a miles de almas que en circunstancias normales se hubiesen perdido en la mediocridad, en gloriosos ejércitos de héroes espirituales. Así fue en Auschwitz. Fue así en el Frente del Este, a lo largo de los años de lucha y de inmolación de millones de jóvenes europeos que de 1941 a 1945, hicieron frente heroicamente al empuje del comunismo. Seguramente a través de toda la historia de los hombres se han cometido atrocidades. Auschwitz, de todas maneras, no habrá sido ni el primer caso, ni el último. Nosotros lo vemos de sobra actualmente, cuando son masacradas por la aviación de Israel, ejecutando la ley del Talión sobre unos inocentes, en memoria de los cuales, no se cantará probablemente nunca una misa concelebrada… Numerosas potencias han abusado muchas veces de su poder. Numerosos pueblos han perdido la cabeza. No uno especialmente. Pero sí todos. Al lado de corazones puros y desinteresados que ofrecieron su juventud a un ideal, Alemania tuvo, como todo el mundo, su lote de seres detestables, culpables de violentas inadmisibles. Pero, ¿qué país no ha tenido los suyos?
La Francia de la Revolución Francesa, ¿no ha inventado al terror, la guillotina, los ahogamientos en el Loira? Napoleón no deportó, pero se movilizó por la fuerza a centenares de millares de civiles de los países ocupados, ¡enviados a la muerte por su gloria! ¡Cincuenta y un mil nada más Bélgica! Es decir, más que los belgas que murieron a lo largo de la Primera Guerra Mundial o en los campos de concentración del III Reich. Más cercano, un De Gaulle, ¿no presidió en 1944-45 la masacre de decenas de millares de adversarios bautizados como “colaboradores”? Más recientemente aún, en Indochina, en Argelia, Francia, “no hacinó a centenares de millares, de campos de concentración extremadamente duros en donde tampoco faltaron los sádicos? Un general francés hizo incluso elogio publico de la tortura.
¿Y la Gran Bretaña, con sus bombardeos de ciudades libres como Copenhague? ¿Sus ejecuciones de cipayos atados en la boca de los cañones, su aplastamiento de los bóers, sus campos de concentración del Transuaal o en millares de mujeres y niños muertos en una miseria indecible? ¿Y Churchill, desencadenando sus abominables bombardeos de terror sobre la población civil del Reich, la calcinación por fósforo en las cuevas, aniquilando en una sola noche alrededor de doscientas mil mujeres y niños en el gigantesco crematorio de Dresden? “Alrededor de”, porque sólo se ha podido hacer una estimación aproximada calculando el peso de las cenizas.
¿Y en los EE.UU.? ¿No han elevado su potencia gracias a la esclavización de millones de negros marcados al fuego ardiente como bestias, y gracias a la exterminación casi integra de las pieles rojas propietarios de los terrenos ansiados? ¿No fueron ellos en 1945 los lanzadores de la bomba atómica? ¿No han contado, entre sus tropas de Vietnam, con indiscutibles verdugos?
Y no insistimos sobre las decenas de millares de víctimas de la tiranía de la URSS y de los Gulags actuales, de los cuales, temo que no se dirá nada, ni que usted visitará nunca como lo ha hecho con el campo de Auschwtiz, vacío de todo ocupante desde hace decenas de años.
En Auschwitz, yo no querría empañar el placer que usted va a tener al encontrarse en su país. Pero, ¡cuidado! Vuestra patria valerosa, la cual Ud. Ha exaltado la elevación moral al glorificar a su admirable patrón, San Estanislao, ¿no ha conocido también sus horas crímenes y de envilecimiento? En el momento en que Ud va a pisar el suelo polaco de Auschwitz que recuerda especialmente la última tragedia judía, resultaría poco decente –si quiere ser justo- no evocar otros innumerables judíos muertos anteriormente por todo vuestro territorio, en unos progroms horribles, torturados, asesinados, colgados durante siglos por vuestros propios compatriotas. ¡Estos no han sido siempre unos ángeles, a pesar de ser tan católicos!
Yo oigo todavía al Nuncio Apostólico de Bruselas, el que fue después Cardenal Micara, anteriormente Nuncio en Varsovia, cuando me contaba, en su excelente mesa, cómo los campesinos polacos crucificaban a los judíos en las puertas de sus granjas.
“¡Estos cochinos judíos!” exclamaba bastante poco evangélicamente el untuoso prelado.
Estas palabras fueron pronunciadas tal cual, créame.
La Iglesia misma, Muy Santo Padre, ¿ha sido siempre tan blanda? Incluso en pleno siglo XVIII, quemaba aún judíos con gran aparatosidad. En plena ciudad de Madrid, particularmente. Pero, ¡los quemaba VIVOS! La inquisición no ha sido un pacífico redil. Las masacres de los albigenses se perpetraron bajo la égida de Santo Tomás de Aquino. Los asesinatos de la noche de San Bartolomé causaron la alegría del Papa, vuestro predecesor, que se levantó en pena noche para festejar con un Tedéum entusiasta tan alegre acontecimiento, ¡y ordenó incluso conmemorarlo con una medalla! ¿Y las treinta mil llamadas “brujas”, calcinadas piadosamente a lo largo de la Cristiandad? Incluso en el pasado siglo, el papado restablecía aún en Roma el ghetto. En fin, Muy Santo Padre, que no valemos mucho, bien seamos Papas o Ayatolas, parisinos o prusianos, soviéticos o neoyorquinos. ¡No hay por qué ser exageradamente orgulloso! Todos nosotros hemos sido, en nuestros malos momentos, tan salvajes los unos como los otros. Esta equivalencia no justificada nada ni a nadie. Incita, sin embargo, a no distribuir con demasiada impetuosidad o benevolencia las excomuniones y las absoluciones.
Sólo se rechazará el salvajismo humano, respondiendo al odio con la fraternidad. El odio se desarma, como todo se desarma, pero no ofreciéndolo y exasperándolo, como en el caso de Auschwitz, a fuerza de exageraciones locas, de mentiras y de falsas confesiones llenas de contradicciones flagrantes arrancadas por la tortura y el terror en las prisiones soviéticas, pues tanto valían las unas como las otras en los tiempos odiosos de Nüremberg.
Algunos hubiesen podido pensar que los filibusteros del exhibicionismo concentracionario y los falsarios que hicieron del asunto de los “seis millones” de judíos la estafa financiera más remuneradora del siglo, iban a poner al fin un término a esa explotación. Gracias a todo el aparato de la grandiosa ceremonia religiosa que va,-en vuestra presencia-, a desplegarse entre los falsos decorados del plató de Auschwitz, en medio de un gigantesco banquete de televisión y de prensa, se intentará cualquier cosa para convertiros en avalista indiscutido de estos cheques del odio. Vuestro nombre vale su peso en oro para todos los gángsters. Saldrá en el mundo entero como si el primer Holocausto no fuera suficiente, un Holocausto número 2 que habrá costado un millón de dólares como el otro, ya que Vuestra Santidad habrá suministrado absoluta y gratuitamente, a unos indecentes escenógrafos, la más fastuosa de las figuraciones.
El Holocausto número 1, cualquiera que haya sido su difusión y su impacto entre los tontos, no ha sido más que un gigantesco alboroto hollywoodiano, de una rara vulgaridad, y destinado ante todo a vaciar centenas de millones de bolsillos de espectadores no advertidos. Pero los estragos no podían ser más que pasajeros; se debería notar que las extravagancias bufonescas, no resistirían el examen concienzudo de un historiador. Por el contrario, vuestro Holocausto, Muy Santo Padre, filmado con una gran pompa en Auschwitz, por un Papa en carne y hueso, revestido de toda la majestuosidad pontificial y ungido de veracidad, de cara en un altar inviolable, sobre todo en la hora del Sacrificio, este Holocausto número 2 arriesga aparecer a los ojos de una cristiandad burlada por unos manipuladores sacrílegos, como una confirmación casi divina de todas las elucubraciones montadas por unos usureros llenos de odio.
Ya vuestra evocación ante las tumbas polacas de Montecasino, de una guerra de la cual –si se cree lo que ha dicho la prensa internacional- S.S. no ha retenido más que ciertos aspectos fragmentarios y partisanos, han inquietado a muchos fieles. Vuestra comparecencia ostentosa en Auschwitz no puede sino inquietar aún, Muy Santo Padre, pues no es dudoso que se os va a “utilizar”. Es tan evidente que revienta los ojos. Unos filibusteros de la prensa y de la pantalla han decidido haceros caer, con la mitra por delante, con vuestra sotana blanca toda nueva, en esta trampa de Auschwitz. Sin embargo esta ceremonia religiosa no puede representar a vuestros ojos, en la hora de la concelebración, otra cosa que una llamada a la reconciliación, y de ninguna manera una llamada al odio entre los hombres.
“Homo homini lupus: dicen los sectarios. “Homo homini frater” dice todo cristiano que no es un hipócrita. Nosotros somos todos nosotros hermanos, el deportado que sufre detrás de las alambradas, el solado intrépido crispado sobre su ametralladora. Todos los que hemos sobrevivido a 1945, Ud., el perseguido convertido en Papa, yo, el guerrero convertido en perseguido, y millones de seres humanos que hemos vivido de una manera u otra la inmensa tragedia de la Segunda Guerra Mundial con nuestro ideal, nuestros anhelos, nuestras debilidades y nuestras faltas, debemos perdonar, debemos amar. La vida no tiene otro sentido. Dios no tiene otro sentido.
Entonces, de verdad, ¡qué importa el resto! El día que Ud. Celebre la misa en Auschwitz a pesar de las imprudencias espirituales que puedan comportar la toma de posiciones de un Papa en unos debates históricos no conclusos, y a pesar de los fanáticos del odio que, sin tardar mucho, van a explotar la espectacularidad de vuestro gesto, yo unir desde e fondo de mi exilio lejano mi fervor vuestro.
Soy, Muy Santo Padre, filialmente vuestro.

León Degrelle

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